Dieciséis años: ese es el tiempo que he tardado en pasarme Silent Hill. ¿Tantos años han pasado ya, de verdad? Parece como si fuese ayer cuando mi hermana metió el disco por primera vez en nuestra vieja Playstation rosa y, con seis años, decidí que aquel juego me daba miedo. La música, la niebla, el silencio. Nunca había visto nada que se le pareciera aún teniendo en casa el primer Resident Evil, y algo en él me provocó pánico: mi hermana lo sabía, así que me obligaba a quedarme en la habitación y ver el juego. Recuerdo aquel video de introducción, con aquellas guitarras, aquellas escenas tan realistas, y el misterio que desprendía todo el juego. Durante muchos años, Silent Hill ha sido el motivo por el que no he querido acercarme a un solo Survival Horror: algo me remitía siempre a aquellas imágenes y, como una especie de trauma infantil, la tensión de este tipo de juegos me repelía, por más que sus otras facetas me fascinasen. Pero ha llegado el día. Ha llegado el momento en el que puedo mirarme al espejo y decir: "lo has conseguido, has superado el miedo: por fin te has pasado el Silent Hill". Y estoy orgullosa, claro. Ahora tengo veintidos años, aquella Playstation que ahora funciona a duras penas se ha quedado de un color indescriptible, y he visto juegos en los que se le distingue cada pelo de la barba al protagonista. Pero, ¿y qué? La magia sigue intacta.